teatro

CULTURA

Desde su estreno en 1994, La siempreviva, del director y escritor Miguel Torres, se ha consolidado como una obra canónica del teatro colombiano, una pieza narrativa que redimensiona la tragedia de la toma y retoma del Palacio de Justicia y complejiza lo que vivieron sus víctimas. A continuación, una revisión de la génesis de la obra y de los caminos que esta ha tomado durante los últimos treinta años.

Por Santiago Erazo
Cultura RAYA

En medio del jardín de la casa en la que ensaya con su grupo de teatro, el escritor y dramaturgo Miguel Torres se rasca la cabeza y camina pensativo entre cayenos buscando en el fondo de su cabeza un título que pueda servir para su más reciente obra. Los demás miembros de la misma le ayudan: en un tablero van escribiendo posibles nombres. Rodeados de hortalizas y un papayo solitario, y con el sesgo de lo que se observa mientras se ejercita la inventiva, empiezan a pensar en títulos que deriven de ese mismo jardín. Alguien dice “El jardín de la tragedia”. La idea no prospera –varios, de seguro, creen que es una fórmula no muy creativa–, pero el actor y director de teatro Alfonso Ortiz aprovecha la palabra “jardín” y le injerta algo distinto: “El jardín de las siemprevivas”. 

Miguel Torres finalmente escamonda las palabras para dejar solo dos, “La siempreviva”, un título que condensa la esencia de la obra que están montando en ese momento, en 1994. Para Torres, esa esencia tiene que ver con un hecho concreto: mientras el cadáver de un desaparecido no sea encontrado, este no ha muerto; a pesar del silencio y las habitaciones vacías y las prendas de ropa intactas en un armario, seguirá vivo.  

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Desde su estreno, en agosto de 1994, en una casa de La Candelaria donde funcionaba el Teatro El Local, La siempreviva se ha convertido en un clásico, no solo del teatro colombiano, sino de las expresiones artísticas que han retratado o representado o transfigurado las imágenes de la violencia en el país. Y entre las múltiples tragedias que se ciernen a lo largo de la historia de Colombia, la obra de Miguel Torres es una obra paradigmática que, por un lado, se enfrenta al dolor de la desaparición forzada, y por otro recuerda lo ocurrido en la toma del M-19 al Palacio de Justicia en 1985. Es, a grandes rasgos, la historia de la desaparición de Julieta, una joven mesera que trabaja en la cafetería del Palacio de Justicia. El 6 de noviembre de 1985 no vuelve a casa y su familia –su madre Lucía y su hermano Humberto– aguardan por su llegada en el inquilinato en el que viven, mientras lidian con los cobros de don Carlos, el usurero arrendador de su hogar. A medida que pasa el tiempo, Lucía cae en una espiral de locura esperando a su hija, viéndola en sus sueños y en sus alucinaciones. 

Dos años antes de la primera función de la obra, Miguel Torres se había presentado a una beca para nuevos montajes teatrales de Colcultura –la institución que precedió al Ministerio de las Culturas– y recibió una con la que pudo financiar su idea de contar desde el lenguaje del teatro la tragedia del Palacio. Fueron dos años en los que el director de teatro escribió más de una docena de versiones partiendo de dos detonantes: el cuento “La casa”, del libro Los oficios del hambre (1988), del propio Torres, y Noche de lobos (1989), la investigación de Ramón Jimeno que recogió testimonios de la toma y expuso la forma como la cúpula militar de la época y el gobierno de Belisario Betancur acordaron una salida bélica en medio de un horror sin diálogos ni concesiones políticas. Mientras seguía recabando datos e historias en archivos e investigaciones, Torres conoció al abogado Eduardo Umaña Mendoza, asesinado por tres miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia en 1998, cuando irrumpieron en su oficina haciéndose pasar por periodistas. Umaña Mendoza, figura principal en la defensa de los derechos humanos de las víctimas de la toma del Palacio, fue clave en el proceso de escritura:

–El enfoque sobre la desaparición –dice Torres– ya estaba planteado desde sus orígenes, pero la aplicación de la obra se acentuó mucho más cuando conocí a Eduardo. Ya tenía mi obra muy adelantada, había trabajado los personajes con los actores pensando en el movimiento circular de la casa, aunque con Eduardo Umaña las cosas se dieron de una manera más definitiva y más directa. Él me presentó a la familia de Cristina del Pilar Guarín, una de las desaparecidas tras el incendio del Palacio, y me llevó a su casa, en el barrio La Esmeralda, en Bogotá. 

Cuando ocurrió la tragedia, Cristina, licenciada en historia y geografía de la Universidad Pedagógica Nacional, trabajaba temporalmente en el Palacio, en la cafetería de la cajera, reemplazando a una de las empleadas del lugar. Al visitar a los Guarín, el dramaturgo conoció la historia de Cristina, y a su vez José Guarín, el padre de Cristina, y el resto de la familia se enteraron de que Torres estaba haciendo una obra sobre lo ocurrido en el Palacio de Justicia, un proyecto en el que tocaba el tema de los desaparecidos. 

–Era 1993 –continúa Miguel Torres– y la familia de Cristina todavía tenían la esperanza de que su hija apareciera. Eso fue algo que me conmovió mucho, sobre todo porque yo, así como muchos otros, incluido el propio Eduardo Umaña, sabíamos que a ella la habían asesinado por los días del 7 de noviembre, cuando la llevaron al Cantón Norte.

Así fue como la historia de Cristina se convirtió en el eje ordenador de la historia de La siempreviva, y los relatos de la propia familia, incluidas frases enteras dichas por la misma a Miguel Torres, terminaron siendo el sustrato de una obra que pone el tenor en los dramas íntimos en medio de una catástrofe social, bordeada por los gritos y las llamas. 

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Durante las recientes presentaciones de La siempreviva, del 9 al 15 de abril de este año, los pasillos y varios espacios del Centro Nacional de las Artes Delia Zapata Olivella estuvieron inundados de afiches que mostraban una fotografía y una breve descripción: "Julieta salió a trabajar la mañana del 6 de noviembre de 1985 y desde entonces no ha regresado a su casa. Fue vista por última vez entre las palomas de la Plaza de Bolívar".

En La siempreviva, Julieta es Cristina. Es la Cristina imaginada, la que Miguel Torres nunca conoció en persona, una mujer hecha con los materiales intangibles de la ficción, pero recreada con el dolor real de quienes lloraron a Cristina y aguardaron su regreso. Es la exploración de las escenas y situaciones que no se ven en los noticieros o en las calles cuando la vida cambia de curso debido a una contingencia abrumadora: los días de espera, los vaivenes del amor y la soledad, la angustia que producen los problemas que acompañan la tragedia, hasta la risa que se cuela entre las rendijas del desasosiego. Por eso en la obra no vemos muertos, ni disparos, ni edificios incendiados. Nos encontramos más bien con las situaciones cotidianas previas o sucesivas a cualquier evento inesperado, un viaje al corazón oculto de una tragedia: la ropa en el tendedero cambiando de color, las canciones que son paisaje sonoro de la cotidianidad, los periplos económicos para sobrevivir cada día, las alegrías y los roces compartidos con los vecinos, y finalmente el desamparo de la familia acongojada por la ausencia de la hija querida. 

El desastre, como suele ocurrir tantas veces, también sucede de puertas para adentro, y no es estruendoso. A lo largo de la obra, a duras penas escuchamos un viejo radio que sirve de mirilla al mundo exterior, que va mostrando el nivel del horror creciente y que a su vez sirve como cortinilla que separa las escenas, que apuntala el ritmo de la obra como un metrónomo. O como el sonido de las agujas de un reloj, que avanzan mientras recuerdan cuánto duele lo que se espera y nunca llega.

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“El cielo puede caernos sobre la cabeza, y el teatro está hecho para enseñarnos eso’, decía el poeta y dramaturgo francés Antonin Artaud. Tal vez sea precisamente la mirada atenta a esos cielos poco advertidos que han caído sobre cientos de miles en el contexto amplio del conflicto armado en Colombia lo que ha hecho que La siempreviva conecte de una forma tan profunda con un grupo grande de familias que han sufrido la desaparición forzada de un ser querido. 

–Empezó –dice Miguel Torres– a crearse un vínculo muy importante y muy fuerte entre la obra y los familiares de los desaparecidos. Cada vez que ellos asistían hacíamos una conversación al final de la presentación entre los actores que personificaban a las víctimas y las víctimas reales. Ha habido mucho agradecimiento por parte de estas últimas. 

En estos treinta años las víctimas han sido quienes se han apersonado de La siempreviva y quienes han visto en ella una dimensión más clara de su zozobra. Esto ha ocurrido por la aproximación sensible frente al tema, pero también por las libertades propias de la creación artística. A pesar de que esta es una obra basada en una historia descorazonadora, hay un espacio para el humor. En medio de un grupo inmenso de producciones literarias, teatrales y cinematográficas que en las últimas décadas han representado desde la solemnidad los efectos del conflicto armado, La siempreviva destaca por ser una propuesta compleja que se permite explorar los claroscuros del sufrimiento que produce la desaparición forzada. Para Torres, esto ocurre así porque en el teatro –y en general en el arte– hay que crear con la porosidad suficiente como para permitir que se filtren las contradicciones de la realidad:

–La vida –dice Torres– está llena de dolor y de humor, y de momentos de comicidad. Esto, dentro del teatro, forma un amasijo dramatúrgico muy conmovedor, porque permite crear personajes realmente humanos, muy de carne y hueso, no prefabricados ni acartonados: son personajes vulnerables, frágiles, pero también llenos de fortaleza para soportar sus tragedias.

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Durante estas tres décadas de La siempreviva también ha habido montajes inauditos y anécdotas conmovedoras. En una de las funciones, al final de la obra, empezaron a llover siemprevivas del techo de la tramoya, mientras caían –también a raudales– las lágrimas de los espectadores. En otra ocasión una gotera en la casa de El Local obligó a los asistentes a sacar sus paraguas dentro del teatro; todos estaban abriendo sus sombrillas entre las cuatro paredes del lugar, como si de una pintura de Rene Magritte se tratara. 

Quizá una de las historias más duras en todo este tiempo tiene que ver con la propia familia de la propia Cristina y la evolución de su duelo a medida que se fue presentando la obra. Miguel Torres había pedido que para el estreno, en 1994, se omitiera una escena de corte onírico y a su vez desgarradora: el momento en que Lucía, la madre, le lava el pelo a Julieta, a la hija ya muerta, devenida en fantasma. Cuando Julieta camina hacia las bambalinas, el público descubre que el pelo mancha de sangre toda su ropa. 

–Naturalmente –dice Torres–, el mensaje no puede ser más claro. Ella ya está muerta, así la madre la esté viendo en sus ensoñaciones. Sin embargo, no ve la sangre, sino el pelo sucio. 

Torres decidió entonces dejar de lado el artificio de la sangre en el cabello, sabiendo que al estreno iba a ir la familia Guarín. Temía el shock que sentirían al ver algo así. Y sin embargo con el tiempo vieron la obra completa, sin censura, y pudieron asimilar algo más de lo que, fuera de la ficción y sus mecanismos narrativos, han tenido que afrontar desde la década del ochenta. Incluso tiempo después el padre de Cristina le confesó a Miguel Torres que creía firmemente que su obra era la primera que se hacía sentir frente a la desaparición de su hija. 

La crítica, a su vez, ha sido elogiosa con la obra. La aprobación ha venido de los mismos directores de teatro, periodistas y escritores. Jorge Alí Triana cree que en la obra “está el desgarramiento y la descomposición que sufre nuestro país” y que “es un fresco profundo sobre lo que es la Colombia de hoy”. Para Sandro Romero Rey, “Si Guadalupe años sin cuenta fue la obra emblemática de la década del setenta en el teatro colombiano, La siempreviva es su equivalente en los años noventa”. Y tras ir a una de las funciones presentadas en 1995, Juan Gossaín dijo de forma lacónica: “Salgo estéticamente satisfecho y espiritualmente destrozado”. 

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Mientras los espectadores se regaban en aplausos al final de cada una de las funciones recientes de La siempreviva en el Delia, una pantalla mostraba tres rostros y tres nombres: Alberto Valdiri, Félix Ruiz y Alfonso Ortiz. El paso de tres décadas es también el curso inevitable de lo que se desvanece, y ellos tres –Alberto, Félix y Alfonso– son los integrantes de la obra que han fallecido desde el estreno de la primera función. Alberto Valdiri protagonizaba a don Carlos, el usurero; Alfonso Ortiz era Sergio, el vecino de la familia de Julieta, un hombre rebuscador –viraba entre ser mesero y payaso de restaurante– y mujeriego; y Félix Ruiz era el sonidista de la obra. 

Miguel Torres escribió La siempreviva pensando en los actores que iba reclutar, así que durante ese trecho de treinta años procuró cambiar lo menos posible la alineación. Solo las contingencias y las pérdidas han logrado modificar ese deseo. Por eso las recientes presentaciones de la obra tuvieron un aura especial. Eran casi los mismos actores de la primera función. Volver a montar una obra treinta años después significó un esfuerzo mayúsculo, sobre todo para Torres. Por las eventualidades propias de la dramaturgia, Miguel Torres tuvo que representar uno de los papeles en las fechas de abril de este año, el personaje de Carlos. Con 82 años a cuestas, Torres se enfrentó al reto de volver a abrir el baúl de utilería de La siempreviva –que llevaba guardado desde 2016 en el Archivo de Bogotá– siendo director y al tiempo actor de una obra que, igual que las siemprevivas, ha sobrevivido a la intemperie y a lo que los días dejan tras de sí. 

–Cualquiera pensaría que soy un vanidoso por ponerme a actuar y a dirigir al tiempo –dice entre risas Miguel Torres–, pero esas labores esquizofrénicas son las cosas que pasan en el teatro. 

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