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RAYUELA

RAYA publica a continuación un adelanto del libro “Cartografía verbal del odio en Colombia”, un proyecto coeditado entre el Fondo de Cultura Económica y la Universidad Nacional de Colombia que desglosa el origen de numerosas expresiones y eufemismos empleados en conversaciones de pasillo y en el debate público del país.

Por: Cultura Raya

Un grupo amplio de escritores, poetas y periodistas colombianos se propuso desentrañar el significado que tienen palabras del día a día como “facho”, “mamerto”, “indio” o “tombo”, muchas de ellas cargadas de una ira que multiplica los significados y los meandros de lo que parecería ser cotidiano. En este proyecto, titulado “Cartografía verbal del odio en Colombia”, no solo se complejizan estas palabras, sino otros vocablos y metáforas que, en su origen, albergan fantasmas, odios y miedos propios de un país como Colombia. Los curadores del libro –Beatriz Arana, Belén del Roció Moreno, Julio Roberto Arenas y Marta Renza– fueron los encargados de seleccionar distintos textos que desarman una constelación de expresiones políticas y coloquiales enfatizando en la ironía, la efervescencia colectiva y la irracionalidad detrás de muchas de las mismas. Para los curadores, esta cartografía fue adquiriendo un valor colectivo mayor que la suma de sus partes, así que la siguiente selección no incluye las firmas de cada texto. Son, de cierta forma, una voz coral que nos habla los malestares culturales que habitan el lenguaje que usamos los colombianos en el diario vivir.

Aquí el fragmento: 

Pesca milagrosa 

En la parábola bíblica Jesús obró el milagro de poblar el mar de peces para que sus discípulos los recogieran, en tal cantidad, que sus barcas casi zozobraron por el peso. Esa fiesta de la abundancia de la naturaleza, que se desborda para compartirse con los humanos, es lo que desde entonces se conoció como la pesca milagrosa. El origen de la expresión, adornado de generosidad y aspiración a compartir, mutó en nuestro país en una acción alejada dolorosamente de esa aura. Aquí figuras de camuflado provenientes de los flancos de la guerra “pescaban” gentes de toda condición en los territorios de los ríos dorados, milagrosos, y en las vías por donde transitaban los “peces gordos” en sus lujosas 4x4, para convertirlas en moneda de cambio de esa transacción vergonzosa que se volvió costumbre en nuestros paisajes. 

Empleada así, la expresión “pesca milagrosa” apareció en 1998, año especialmente brutal en el desarrollo de la guerra en Colombia. Durante el período más crítico del conflicto armado (1995-2012), la práctica del secuestro por parte de los grupos alzados en armas se extendió y golpeó a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Al arreciar la confrontación armada, los métodos se endurecieron y fue mayor el costo financiero de la «guerra del pueblo contra el Estado opresor». Ni las Farc ni el ELN, principales grupos insurgentes, parecieron tomar conciencia moral de los daños que el secuestro causaba en las personas, en las familias, en las comunidades, ni del rechazo social que despertaba esta práctica inhumana.

En ese contexto, las mal llamadas “pescas milagrosas” fueron utilizadas por estos grupos como parte de la anunciada escalada guerrillera para tomarse el poder central. Ante la dificultad creciente de secuestrar selectivamente a las personas de gran capacidad económica, y así financiar la guerra, decidieron “pescar” de manera aleatoria “peces gordos”, “ricachones”, “personas importantes”.

Esta forma de secuestro indiscriminado fue encubierta con el  eufemismo de “pesca milagrosa”, esto es, «retenes donde la guerrilla coge al que caiga y luego averigua quiénes son y cuánto valen». Desde puestos de observación junto a autopistas y carreteras, los guerrilleros determinaban quiénes podían ser secuestrados según las características de sus vehículos, así, los de alta gama se convirtieron en sinónimo de piezas apetecibles, lo que era suficiente para tomar como rehenes a sus ocupantes, hacer la averiguación y luego establecer el precio del rescate. 

Entonces, el secuestro se generalizó y golpeó a sectores sociales que nunca lo habían sufrido: personas de clase media, agentes viajeros, profesionales de la ingeniería, veterinarios y zootecnistas, médicos, conductoras y conductores privados, amas de casa, modestos trabajadores y trabajadoras.

Esta denominación aparentemente inocua pronto fue adoptada por los medios de comunicación, de manera que se volvió común decir de una persona secuestrada que había sido “pescada”: «Desde el 23 de marzo de 1998 Yenny Prieto está en cautiverio. Ella es la única de las 24 personas que pescaron las Farc ese día en un retén en la vía al Llano que no ha terminado su martirio» (ibid.). El uso de la expresión “pesca milagrosa” se extendió y se convirtió en un colombianismo más, lo que no sirvió sino para justificar la violencia y banalizar esta violación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario.

En esa dinámica implacable, los grupos paramilitares se convirtieron en protagonistas de la contrainsurgencia. Aduciendo su aborrecimiento mortal del secuestro —que también practicaban ellos de manera oculta e inconfesable— y ofreciendo garantías de seguridad contra las guerrillas, condicionaron el rumbo del conflicto y promovieron su recrudecimiento y degradación con la estrategia del acercamiento indirecto para asfixiar a la guerrilla y “quitarle el agua al pez”. Así, las Fuerzas Armadas dejaron de cumplir el papel protagónico en la orientación de las hostilidades y en la determinación del resultado de la guerra para convertirse en facilitadoras y copartícipes de la acción paramilitar.

Ello implicó la transformación del conflicto, que se volvió irregular también de parte del Estado, con el consecuente efecto de desestructuración, porque el combate contra la subversión incorporó vías abiertamente ilegítimas, dejando a las instituciones públicas en un segundo plano, ajenas al cumplimiento de su función constitucional de garantizar la seguridad de la ciudadanía, dirigir la guerra y defender la paz. Así, la población civil se vio cercada y atacada por todas las partes en la confrontación.

Es preciso resignificar nuestro patrimonio lingüístico para que las palabras deformadas dejen de ser acusaciones y amenazas de violencia contra el otro y recobren su sentido más hondo, para que podamos volver a las rutas del pez mariposa, del bagre, del bocachico, a lanzar las atarrayas y recogerlas henchidas de pesca milagrosa. 

Vacuna 

El término vacuna proviene del latín vacca —la lechera de toda la vida—, adoptado por Jenner, el médico inglés que se percató de que las mujeres que se salvaban de la marca indeleble de la viruela solían ser las encargadas del ordeño, pues ellas se contagiaban de una forma menos nociva de la enfermedad, la llamada viruela vacuna (variolae vaccinae). De allí, por sugerencia de Pasteur, vacuna pasó a denominar las preparaciones con las que se inocula a las personas para generar inmunidad contra las dolencias de origen infeccioso. Por lo general, dichas preparaciones están compuestas por bacterias o virus que causan la enfermedad y que, ya atenuados, se inoculan en el organismo precisamente para protegerlo. 

Ni Jenner ni Pasteur podían adivinar que, en la década de 1980, en un país suramericano, el uso del término se ampliaría para cobijar a quienes intentaban proteger sus vidas de la acción perniciosa de otros especímenes dañinos: los ejércitos de una guerra que todavía se prolonga. Ateniéndose a su origen vacuno, a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, la guerrilla en Colombia hacía llegar a los hacendados recados informándoles del lugar, el momento y la suma de dinero que debían pagar si querían seguir vivos y mantener sus tierras y animales. A esa suma se le llamó vacuna. Y, aunque fue la guerrilla la que primero impuso esta forma de extorsión, pronto los paramilitares y otras agrupaciones armadas la acogieron con entusiasmo. Así, el anónimo Pasteur popular fue generalizando el uso del término para denominar cualquier pago que se hiciera con el propósito de proteger la propiedad privada, la vida o la prole, en ausencia de la salvaguarda que debía brindar el Estado a través de sus instrumentos legítimos. 

Ante la posibilidad de terminar muerto, quien recibe el anuncio de que está en el rango del contagio y puede albergar la bacteria mortífera, paga una suma de dinero y queda “vacunado”. Incluso si la infección sigue en el aire y llega a aquejarlo de nuevo, ya no lo matará, pues ha desarrollado defensas contra el elemento dañino. Este sigue circulando en el ambiente, pero quien se vacuna, quien paga, se salva, aunque, como suele suceder con la influenza, la difteria o la tos ferina, hay que renovar la carga defensiva de la vacuna, pagar una y otra vez por el refuerzo, como se le paga cada año a las multinacionales farmacéuticas. 

La reciente pandemia de COVID nos dejó experiencias reveladoras en este sentido: nunca se está completamente a salvo de la enfermedad, el virus causante no está abolido del todo y resurge bajo ciertas condiciones. Nos sumergimos, entonces, en la paranoia generalizada que alimenta el consabido círculo vicioso: aparecen menjurjes y remedios de dudosa efectividad que prometen subir las autodefensas y que, no sólo no nos curan, sino que resultan peor que la enfermedad. 

Migración interna

En el 2008, un asesor presidencial pretendió minimizar con un eufemismo la gravedad de una de las consecuencias más dolorosas y extendidas de la guerra. Dijo sin sonrojarse que lo que había en Colombia no era desplazamiento forzado sino “migración interna”. Daba a entender, así, que el mar de personas que deambulaban por el país hambrientas y en harapos, llenas de miedo, lo hacían por voluntad propia y no porque ejércitos enfrentados las hubieran expulsado de su tierra.

La expresión usada por aquel asesor es una muestra de lo que tantos han dicho: que la guerra se libra también en el lenguaje y que quienes están en el poder buscan invisibilizar la atrocidad de sus acciones dándole nuevos e inofensivos nombres: “el trabajo libera”, frase de bienvenida a los campos de concentración nazis; “solución final”, etiqueta para el exterminio en masa; “falsos positivos”, tecnicismo médico para la ejecución extrajudicial de civiles; “desinfección”, aséptica fórmula para la eliminación mediante el gas Zyklon B; “neutralizar”, en vez de matar, y “migración interna” cuando a porrazos expulsan a las gentes de su propio hogar. Por fortuna hay voces en la sociedad que se levantan, denuncian y se oponen a la ignominia escondida en esos eufemismos, desenmascarando maneras de nombrar que buscan velar realidades y eludir responsabilidades. Los medios más importantes del país publicaron en ese año de 2008 artículos y análisis que se oponían a llamar migración interna al desplazamiento forzado, un crimen que hasta finales del 2022 había afectado a 8.219.403 personas en Colombia, según datos del Registro Único de Víctimas.

Migrar no siempre es fácil: implica dejar lo conocido, lo seguro —o la inseguridad con la que se ha aprendido a convivir— y aventurarse en paisajes y formas de existir para las que no siempre se está preparado. Como bien lo expresa el escritor y geólogo Ignacio Piedrahíta, una migración «… es un sacrificio al que se está dispuesto, pues el cambio significa renovarse. Hay que reunir una gran cantidad de energía para romper la rutina y partir»6. Pero una cosa es tomar la decisión de irse (por las razones que sean) y otra muy distinta verse forzado a hacerlo mientras hombres armados vociferan y dan plazos imposibles. Es muy distinto tener tiempo de pensar qué llevarse, guardar en cajas lo que no, regalar cosas, organizar despedidas, que verse en la obligación de empacar a las carreras, sin despedirse de nadie, sin mirar atrás.

Ojalá migrar fuera siempre una decisión guiada por la curiosidad, por el sentido de la aventura, por el anhelo de vivir de otra manera, aunque las condiciones en las que estemos no sean malas. Ojalá movernos de lugar (algo que nuestra especie ha hecho desde siempre) fuera una celebración de la amplitud del mundo, una exploración alegre de otros caminos, otras costumbres, otros olores y sabores, vivida con la tranquilidad de que el sitio que dejamos estará allí para recibirnos de nuevo si queremos volver, o si necesitamos hacerlo, porque, como dice la ensayista mexicana Mariana Oliver, «…la casa es una ruta anclada en la memoria»7. 

Manzanas podridas

Si de manzanas se trata, está la de Eva, aquel controvertido fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, el que ella le dio a Adán y él mordió, con tan mala suerte que un trozo se le quedó atravesado en la garganta, convirtiéndose, así, en la manzana de Adán. Para mantenernos en el ambiente bíblico, también está la manzana que se le ha perdido al niño y que ni él ni su abuela Santa Ana quieren reemplazar. Sabemos, asimismo, de la manzana de Newton, que al parecer sí cayó del pomar pero no aterrizó frente al sabio, por lo que este nunca supo que a ella le debía haber dilucidado la fuerza de la gravedad. En el reino de la leyenda, están, además, la manzana que Guillermo Tell tuvo que atravesar con una flecha sin rozar la cabeza de su hijo, y la de Blanca Nieves, que por poco la manda al reino de la parca para siempre. 

Ya en los dominios de la representación, encontramos la manzana de Magritte, posesionada del rostro de un hombre con sombrero, muy majo y muy tieso; y, campeando gigante sobre el mundo, la Gran Manzana de Nueva York, y la que envenenada con cianuro se comió Alan Turing, descifrador del más siniestro de los códigos, para huir del señalamiento de los probos hombres blancos ahítos de heterosexualidad. Está, además, la dorada manzana de la discordia que Eris, la envidiosa, lanzó para provocar la pelea de las féminas más bellas del mito y la más literaria de las contiendas. En tiempos modernos esa manzana dio lugar a un litigio de años entre los Beatles y Steve Jobs, ya no por disputas de belleza sino de rentabilidad. Bueno, hay que reconocer también que la fruta incitó a Neruda a componer aquella oda que termina con la expresión de su deseo de ver «a toda la población del mundo / unida, reunida / en el acto más simple de la tierra: / mordiendo una manzana». 

Con esto, por fin, llegamos a la mentada manzana podrida. El fruto echado a perder tiene una historia bien curiosa. En contra de la evidencia científica, que señala cómo una sola manzana podrida estropea a las que la rodean por acción del gas etileno que despide al descomponerse, en boca de figuras políticas bien conocidas de nuestro entorno, y de generales que en buena hora pasaron a hacer uso de buen retiro, la expresión llegó a significar prácticamente lo contrario. Por ejemplo, cuando los bogotanos salieron a las calles a protestar por la inexplicable muerte del ciudadano Javier Ordóñez mientras estaba en un CAI bajo custodia de la Policía, la excusa que las autoridades implicadas dieron fue que se trataba de unas cuantas manzanas podridas y que la honorabilidad del cuerpo estaba más allá de toda duda. En esa ocasión, uno de los periódicos de mayor circulación del país tituló una nota sobre el incidente así: «La excusa de las “manzanas podridas” ya no cabe más» (El Espectador, 13 de septiembre de 2020). 

En otra ocasión fueron los generales del Ejército quienes sacaron a relucir la famosa frase para referirse a los soldados que “emboscaron” a una chiquilla embera y la violaron en gallada. Cabe preguntarse si en este caso la manzana podrida venía podrida desde la cuna o si en el pelotón encontró el ambiente propicio, es decir, viciado, para alcanzar el estado de descomposición conducente a semejante infamia. 

En este sentido debe aclararse —sobre todo tratándose de “cuerpos” cerrados y jerárquicos como el Ejército y la Policía— que son las estructuras mismas de estas instituciones las que propician el ambiente corruptor que desemboca en abusos y arbitrariedades. La realidad, entonces, no es que una solitaria manzana fermentada aparezca de cuando en cuando en el seno prístino de nuestras fuerzas del orden; por el contrario, allí se ha instituido una política que condona la extralimitación de funciones y la ampara con la impunidad, instilando en sus miembros el odio hacia quienes deberían ser sujetos de su protección. De ahí que se haya hecho insistente el llamado de la sociedad civil a reformar estructuralmente a la Policía para que vuelva a conectarse con la comunidad, y a intervenir el Ejército para que su mandato de garantizar la soberanía y defender las fronteras se cumpla sin infligir humillación y violencia contra la población a la cual se debe. 

Que el expediente fácil y vergonzoso de las manzanas podridas, entonces, deje de esgrimirse, y no se emplee nunca más para amparar comportamientos reprochables y eludir la responsabilidad que cabe a las autoridades de evitarlos y tomar las medidas que impidan su repetición.

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