Por: Alejandro Mantilla Q.
Esta columna es un entrecruce de una experiencia, una esperanza y una frustración. La experiencia de quienes crecimos en los años noventa en medio de doctrinas del shock, ajustes estructurales, ferias de privatizaciones y recortes a los derechos sociales. La experiencia del neoliberalismo como único horizonte social admitido, los tiempos del pensamiento único y la consigna de Thatcher “no hay alternativa”. También se trata de la esperanza que representó la Venezuela bolivariana para mi generación. De Hugo Chávez en la conferencia de Mar del Plata, en el año 2005, blandiendo una pala para enterrar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). De una multitud rodeando Miraflores y de un grupo de golpistas huyendo despavoridos. Del grupo Madera cantando “¡Uh! ¡Ah! ¡Chávez no se va!” y de un presidente cantando La gata bajo la lluvia en un encuentro de mujeres socialistas.
Porque la revolución bolivariana, a diferencia de otros progresismos, fue fiesta y muchedumbre, fue alegría y participación popular. Porque la revolución bolivariana, a diferencia de otros progresismos, tuvo la audacia de incentivar nuevas posibilidades de democracia desde abajo. En palabras de María Eugenia Fréitez y Alexandra Martínez, el chavismo impulsó múltiples “formas de democracia participativa, protagónica y popular; en algunos casos, promovidas desde el Estado; otras, sustentadas y reconfiguradas desde el campo popular y sus organizaciones”. En el año 2015, se calculaba la existencia de 35 mil consejos comunales y de 850 comunas que gestionaban, coadministraban y se autogobernaban en paralelo con las alcaldías municipales.
No obstante, ese experimento democrático estuvo acompañado de dos tensiones constitutivas. Esa institucionalidad paralela era una fuerza popular encarnada, de movimientos reales, con agencia propia y capacidad política, que estaba compuesta de sectores sociales que, gracias al chavismo, pasaron de ser víctimas de la precariedad institucionalizada a actores políticos decisivos. En muchos casos, esa agencia popular se apoyaba en el gasto social expansivo, dependiente de la larga bonanza petrolera previa a la expansión del fracking. Asimismo, esa capacidad política compartida era el principal bastión de defensa frente a una oposición aupada por los Estados Unidos que desplegó ofensivas que pusieron en riesgo la estabilidad del gobierno Chávez, incluyendo el golpe de Estado de 2002, el subsiguiente paro petrolero y el referendo revocatorio de 2004. Dos tensiones constitutivas. Por un lado, una democracia, desde abajo, apoyada por agentes estatales, desde arriba, en tiempos de expansión del gasto público. Por otro lado, un experimento democrático encarnado en movimientos populares activos, cuya creatividad se enmarcaba en la disputa con los sectores de oposición.
Podría decirse que ese proyecto degeneró gracias a la profundización de las tensiones antes señaladas. Que el propósito destituyente de la oposición propició un clima defensivo que recortó las libertades y cercenó la espontaneidad popular; que, de manera paralela, el estímulo estatal de los esfuerzos populares facilitó el control jerárquico de los procesos otrora autoorganizados y que la crisis económica profundizó los manejos clientelares de los procesos políticos.
La muerte de Chávez, la reducción del precio del petróleo, una gravísima crisis económica sumada a graves sanciones impuestas por Estados Unidos, un manejo cleptocrático del Estado, y la continuidad de la ofensiva opositora, fueron factores que, al concatenarse, fracturaron el proceso bolivariano y generaron una grave crisis humanitaria cuya principal expresión ha sido la diáspora de millones de jóvenes de clase trabajadora.
Sin embargo, esa fractura no anuló la capacidad política del chavismo post-Chávez, que encontró dos rutas complementarias de acción. Así como profundizó el unanimismo, el autoritarismo y la cohesión sin fisuras en torno a Nicolás Maduro, también procuró mantener, con menor vigor pero con una capacidad movilizadora notable, un núcleo duro de apoyo popular en torno a sus políticas, incluso en medio de la crisis. Estas dos tendencias señalan la diferencia fundamental entre la era Chávez y la última etapa de la era Maduro. Mientras la era Chávez se basaba en la movilización de la mayoría de la sociedad para asegurar la victoria contra la oposición y la continuidad de su proyecto de cambio, en la era Maduro el chavismo acudió a la manipulación de las reglas de juego y la permanente movilización de los sectores afines para evitar la derrota. El contraste entre un Chávez confiado en ganar el referendo del 2004 gracias al apoyo mayoritario y un Maduro debilitado que manipula el proceso electoral de 2024, es evidente.
La señal de la derrota de Maduro no radica en los resultados electorales de la jornada del 28 de julio, que espero sean objeto de alguna veeduría o comprobación independiente. Su derrota radica en la pérdida de esa mayoría popular, de esos esfuerzos creativos democráticos que forjaron la esperanza de una generación.
No obstante, tal vez no sea Maduro el personaje derrotado. Tal vez tenga la capacidad de mantener el gobierno con su autoritarismo movilizador. Debemos hablar de otra derrota, una atribuible al conjunto de las izquierdas, sobre todo a las dos posiciones dominantes en el debate actual, a dos vertientes de la izquierda incapaces de concebir un proyecto democrático cualitativamente diferente del liberalismo. Por eso esta columna también es una expresión de frustración.
Es una derrota defender el gobierno de Maduro sin matices, sin capacidad crítica, sin análisis de la situación concreta. También es una derrota asumir que la oposición encabezada por María Corina Machado, otrora promotora de tentativas golpistas, es la única garante de la democracia en Venezuela. En el primer caso, es una derrota minusvalorar la importancia de la democracia por mor del antiimperialismo, o de la lucha contra la oposición de derecha. En el segundo, es una derrota asumir que la única democracia posible es la formalidad defendida por los agentes del neoliberalismo. En los dos casos se anula un sentido revolucionario de la democracia. La coyuntura actual señala, nuevamente, una profunda crisis de los sentidos emancipatorios. Desde las izquierdas podemos ser críticos con Maduro sin entregarle el significado de la democracia a la oposición venezolana.
Merece la pena preguntarnos por un sentido de la democracia que, a la vez, desborde los límites liberales y opere como antídoto contra el autoritarismo, incluyendo al autoritarismo de izquierda. Un sentido de la democracia que beba de lo popular, lo anticapitalista y lo libertario. Un sentido de la democracia que parece no encarnarse en los dos bandos en disputa en Venezuela, pero que ha sido recreado por los movimientos sociales críticos con la deriva autoritaria del chavismo post-Chávez y que no se han entregado a los cantos de sirena de la oposición.