Por: Migdalia Arcila
Después de casi dos meses del bloqueo impuesto por Israel, el pasado viernes 25 de abril, el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas emitió un comunicado oficial anunciando que se habían agotado todas las reservas de alimentos en Gaza. La hambruna manufacturada es una de las tantas estrategias que, desde su fundación, el “estado” de Israel ha implementado para acelerar el proceso de limpieza étnica sobre el cuál se sustenta su proyecto colonial.
Robarle a una población indígena la tierra a la cual se aferra hasta su último aliento no es una tarea fácil. Para junio de 2024, Israel había arrojado 70.000 toneladas de bombas sobre Gaza, sobrepasando con ello todas las que se arrojaron sobre las ciudades de Dresden, Hamburgo y Londres durante la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras, el ejército israelí ha conducido el ataque terrorista más largo, cruel y mejor financiado de la historia moderna –tan solo desde octubre de 2023, Israel ha recibido por parte de Estados Unidos 22 billones de dólares en ayuda militar–. Pero ni siquiera con un bombardeo de proporciones nunca antes vistas han podido aniquilar a los palestinos en Gaza. Tampoco han podido, con la ayuda de The New York Times, CNN, la BBC y los demás grandes emporios de la comunicación, convencer al mundo de la legitimidad de sus crímenes.
Por supuesto, a este punto, la monstruosidad de una entidad política que no responde a ningún mecanismo de control internacional solo podía empeorar. Con cerca de 3.000 camiones cargados de provisiones a los que Israel les impide la entrada a Gaza, la entidad sionista hace alarde una vez más del poder absoluto que tiene sobre las vidas de miles de personas, y pone nuevamente en ridículo a todos los organismos internacionales que se precian de velar por los derechos humanos. Sin embargo, matar a Gaza de hambre no es un emprendimiento nuevo. Israel ha implementado por años la ampliamente documentada estrategia del “conteo calórico” o la “dieta de Gaza,” la cual consistía en permitir el ingreso de tan solo de un número determinado de alimentos que mantuviesen a la población justo al borde de la malnutrición. A muchos en este punto se les abrirán los ojos de par en par y pensarán “qué dramáticos somos los mamertos, qué ganas de difamar al pueblo de Dios”.
Entonces, es importante traer a colación las declaraciones explícitas de Dov Weisglass, el entonces consejero del primer ministro israelí, quien en 2006, refiriéndose al conteo calórico dijo: “La idea es poner a los palestinos bajo una dieta, pero no matarlos de hambre.” Es difícil empezar a describir la indignación que produce el hecho de que Israel –la presunta “única democracia del Medio Oriente”– tenga el poder de establecer una “política de estado” que les haya permitido por décadas decidir exactamente a cuántas calorías tenía derecho un palestino en Gaza. Más recientemente, en lo que es una demostración inequívoca de la depravación propia del sionismo, el ministro de Seguridad Nacional israelí, Itamar Ben-Gvir, declaró que “no hay ninguna razón para que entre un gramo de comida a Gaza.”
Las miles de muertes por inanición que hemos presenciado y que vamos a presenciar en Gaza durante las próximas semanas son precisamente la progresión natural de la existencia de un “estado” que tiene el poder de legitimar la hambruna como estrategia política, y de un orden internacional cómplice o, en el mejor de los casos, sencillamente inútil.