Por: Karla Diaz
"Colonización armada, ganadera y cocalera" fueron las palabras escritas en la columna Las trochas que marcan la neocolonización de la revista Cambio para señalar las dinámicas de deforestación que avanzan en la Amazonía.
Al leer la columna recordé los discursos del ex-ministro Molano que justificaron la operación Artemisa, en los que se promovía la acción militar para "rescatar la riqueza natural y atacar al narcotráfico". También, los discursos que antecedieron y justificaron el accionar militar durante la época del Plan Colombia, cuando se planteaba la necesidad de rescatar al Caguán porque “estaba lleno de guerrilleros", y la gente que vivía ahí, o era auxiliadora o era gente oprimida por los armados. Recordé los discursos sobre la guerra contra las drogas que señalaban al campesino cocalero como aliado del narcotráfico, lo que justificó llenar la Amazonía de glifosato.
Todos estos discursos, que en su momento tacharon a las poblaciones locales de ilegales, cocaleras, narcotraficantes y simpatizantes de grupos armados, habilitaron una sola forma de respuesta estatal: la violencia.
Recordar el pasado de mi región y observar cómo el discurso configuró formas de acción violenta, me motiva a escribir esta contra-columna. Los discursos no son neutrales: habilitan ciertos tipos de acciones, mientras clausuran otras posibilidades, de ahí la necesidad de escribir y leer despacio.
Y no es que en la deforestación no haya grupos de poder (políticos, económicos, e incluso sociales) y actores armados, y que la dinámica ha tomado nuevas dimensiones y mecanismos. Sin duda es la realidad de la región, pero meter en un mismo saco fenómenos, actores, motivaciones y dinámicas de poder tan dispares, es complejo.
En Guatemala, Ybarra (2016) documentó cómo imaginarios de este tipo llevaron a la construcción de la narrativa del "narco-campesino", construida bajo la premisa de proteger la Reserva Natural Maya, la cual se convirtió en un mecanismo de exclusión violenta que atacó principalmente a los campesinos.
Organizaciones sociales y estudiosos de la región han expuesto el peligro de estos imaginarios de ilegalidad. Margarita Serje (2011) presentó cómo la idea de "tierras de nadie", "zonas de orden público" y "repúblicas independientes" justificaron formas violentas de representación de estos territorios y de sus habitantes, presentándolos como antítesis de la idea nacional y legitimando así la intervención armada.
El trabajo de Estefanía Ciro (2016) sobre los campesinos cocaleros mostró cómo los imaginarios de ilegalidad puestos sobre el campesinado, legitimaron tanto la violencia estatal como la negación de derechos sociales básicos. Por su parte, Moreno (2015) presenta cómo se ha construido el Estado en estas márgenes y cómo la organización social ha sido un modelo para vivir y sobrevivir en territorios en conflicto.
Nicolás Espinoza ha documentado reiteradamente la complejidad de vivir en escenarios de conflicto, registrando cómo las comunidades se organizan, reinventan, construyen instituciones y habitan el territorio, lejos del esquema binario con que los medios retratan el conflicto armado.
Estos estudios comparten una mirada común: evidencian cómo ciertos discursos han legitimado formas de acción estatal mediadas por la violencia, la exclusión y la estigmatización. Muestran, además, cómo los imaginarios sobre quienes habitan estos territorios se han construido desde una falsa dicotomía: por un lado, auxiliadores, simpatizantes o sujetos manipulables; por otro, personas pobres y marginadas desprovistas de toda capacidad de agencia.
En estos estudios, el rol del Estado como mediador de la desigualdad es crucial. La idea de que el Estado es un cúmulo de instituciones que actúan siguiendo una racionalidad de maximización del bien común, es una concepción que ya ni en los alrededores de la Plaza de Bolívar se sostiene.
La idea de unas instituciones fuertes, racionales y objetivas, contrapuestas a un Estado cooptado por las élites locales, refleja la idiosincrasia bogotana que nunca ha comprendido más allá de sus fronteras.
El Estado son los poderes locales que cooptan recursos públicos, los empresarios aliados de congresistas que hacen leyes a su favor, los poderes económicos que actúan en sociedad con actores armados, la élite rola y paisa que imagina al país desde sus fincas y lo gobierna. El Estado también son las gentes que resisten y construyen poder local a través de la junta de acción comunal, buscando formas de resolver los problemas cotidianos. Problemas cotidianos que no son blanco o negro —hacer la carretera o no, defender la carretera o no—, sino mucho más complejos, pues de por medio está la vida de la familia y la certeza de que "las instituciones" no harán nada por ellos si deciden oponerse.
Resulta ingenuo, por decir lo menos, el fanatismo de creer que la zonificación y el ordenamiento definen la racionalidad estatal. El ordenamiento de la Amazonía ha estado marcado por la generación de zonas de exclusión y marginalidad, con rectángulos que delimitan las prioridades de una naturaleza imaginada desde el centro del país. La quina, el caucho, la ganadería, las expectativas del negocio forestal, los proyectos ambientales es lo que ha definido estos límites. Nunca fue la gente el criterio de zonificación.
El Estado es en definitiva un aparato cooptado por un grupo de poder que cree y ha creído siempre que en la Amazonía solo hay coca, guerrilla y ganado.
Este debate trasciende la necesidad de mayor información o lecturas críticas: nos plantea imperativos éticos. Quienes tenemos el privilegio de escribir y, más aún, quienes tienen una voz que puede influenciar la toma de decisiones, deben pensar siempre en las consecuencias para quienes viven en estos territorios, especialmente para quienes, bajo las lógicas de intervención histórica en estos territorios, pueden recibir más fuertemente el peso.
Un análisis riguroso de las nuevas dinámicas de deforestación debería articularse con el estudio de las finanzas de estos grupos, la caracterización de los poderes que impulsan la "neocolonización" y la identificación de los sectores políticos que respaldan estos procesos, incluso mucho más allá del foco de calor o de la vía, conectados a mercados. También sería interesante analizar las dinámicas de poder, las formas en las que se ejercen, las consecuencias de la coerción, como las comunidades se adaptan, transitan y responden, muchos incluso, poniendo en riesgo su vida. Todo esto no es compatible con la generalización apresurada de que las JAC son un instrumento de los grupos armados para construir vías.
Concuerdo con el autor en que se requieren lecturas territoriales, de análisis de actores y de procesos. Solo añadiría que estos análisis deben ser sensibles a las historias territoriales de estas zonas y cuidadosos con quienes se encuentran en lugares desfavorables de poder.