Por: Migdalia Arcila
En los últimos dos años muchas personas me han preguntado, en diferentes tonos y con intenciones no siempre amigables, ¿por qué hablar de Palestina en un país como Colombia? ¿por qué, si estamos tan lejos y tenemos tantos problemas internos, nos debería importar Palestina? En algunas ocasiones estas preguntas provienen de una radical incapacidad para la empatía. Provienen de quienes, pese a proclamar un férreo sentido patrio, tampoco se estremecen con los 6.402 falsos positivos, los asesinatos de líderes sociales o los más de 60.000 desaparecidos que la democracia colombiana ha dejado a su paso, superando con creces el saldo de desaparecidos de las dictaduras más cruentas del cono sur.
Sin embargo, en más de una ocasión estas preguntas han sido también la manifestación de una curiosidad legítima. Por supuesto, en estos casos el interrogante no es “¿por qué me debería importar un genocidio si yo tengo mis propios problemas?”, sino más bien ¿qué hace que la deshumanización, la persecución y el exterminio sistemático de un pueblo tan lejano geográficamente se sienta tan familiar? Ver a las víctimas ser inculpadas por su propia muerte, su desplazamiento, desaparición y tortura, mientras los genocidas gozan de impunidad y los medios de comunicación normalizan sus crímenes no nos duele porque tengamos un sentido de la empatía muy sofisticado, nos duele –y nos tiene que doler— porque se nos han abierto las heridas.
Una de las primeras organizaciones en pronunciarse frente al secuestro de las dos activistas colombianas, Manuela Bedoya y Luna Barreto, a bordo de la Flotilla Global Sumud fue el Consejo Regional Indígena del Cauca. En su comunicado el CRIC afirmó que: “Manuela Bedoya no es una desconocida para nuestras comunidades, fue una voz aliada del Consejo Regional Indígena del Cauca, donde trabajó en procesos sociales de salud, memoria histórica y defensa territorial, su caminar al lado de los pueblos originarios de Colombia la llevó a comprender que la causa Palestina es también nuestra causa: la defensa de la vida frente al despojo”. Pese a la ilusión de que vivimos en un caos desarticulado, aquellos que han tenido que enfrentar la violencia colonial, la monstruosidad del imperialismo y la manipulación del liberalismo entienden de sobra cómo y por qué la liberación de Palestina es la liberación de todos, entienden que, como diría una buena amiga, “los pueblos que luchan se encuentra”.
El caracter urgente de la solidaridad colombiana con Palestina se debe no solo a la inconmesurabilidad de los crímenes perpetrados en Gaza durante el genocidio en curso, sino también al hecho de que el mismo imperio que nutre al sadismo sionista, es el mismo imperio que nos ha convertido en una colonia con ínfulas de independencia. En menos de dos meses, Estados Unidos ha asesinado al menos 32 personas en siete bombardeos a embarcaciones en el Caribe y ahora ha decidido movilizar su nave de guerra USS Gravely a las costas de Trinidad y Tobago. Estos ataques directos y la reciente intimidación militar en contra de Venezuela se suman al bloqueo económico y a la campaña de manipulación y desprestigio con la cual Estados Unidos ha intentado violentar la soberanía nacional venezolana por casi diez años.
Por supuesto no es una sorpresa para nadie el hecho de que las facciones reaccionarias de derecha tanto en Venezuela como en Colombia, y los demás países de América Latina, aprueban, motivan y apoyan la intervención militar estadounidense, sin importar el costo humanitario y ambiental, sin importar las violaciones al derecho internacional, y sin importar la pérdida absoluta de autodeterminación política, no solo para Venezuela sino para la región en conjunto. A este punto tampoco debería sorprendernos que quienes celebran la impunidad con la que Estados Unidos masacra a nuestros connacionales en el Caribe, también celebran las atrocidades de los sionistas en Palestina. Desde Álvaro Uribe, pasando por María Corina y Javier Milei, la línea editorial que define su apoyo férreo a Estados Unidos y a su perro de ataque, Israel, es bastante clara. La fórmula que se repite una y otra vez es la de crear un enemigo y darle dimensiones de pesadilla. El comunista, el guerrillero, el terrorista, el narcoterrorista, una criatura monstruosa con quien el liberalismo aparentemente solo puede comunicarse por medio de bombas de 3.000 toneladas. Un enemigo tan mostruoso que justifica la destrucción de ciudades enteras, la tortura, la desaparición y el desplazamiento forzado de millones de personas alrededor del mundo. Desde Palestina hasta Colombia, el imperialismo genocida, disfrazado de liberalismo, ha poblado nuestros países de cadáveres, escombros y ausencias, pretendiendo al mismo tiempo que celebremos sus crímenes como grandes gestas democráticas.
