Por: Migdalia Arcila
Esta es la historia de Walid. Su foto adorna las paredes de la casa de su madre, Nadia Khalifeh, en el campo de refugiados de Ein Beit el-Ma en Nablus, Cisjordania. La noche del 26 de septiembre de 2024, mientras trataba de escapar de los soldados israelíes que irrumpieron en su casa, Walid recibió un disparo en una pierna. Los soldados le dijeron a Nadia que él estaba muerto. La familia de Walid dice que lo vio huir con vida. Un año después, Nadia aún no sabe qué pasó esa noche. La hija de Walid, de apenas cuatro años, no admite que nadie hable de su papá como si estuviera muerto, Nadia también presiente que su hijo está vivo. Las autoridades israelíes se niegan a darle a Nadia y a su familia certeza alguna, condenándolos a pasar horas frente a las fotos de Walid mientras se preguntan si fue asesinado, si está secuestrado en algún centro de tortura israelí, si logró escapar, o si su cuerpo yace en el cementerio de los números, como se le conoce a una de las fosas comunes donde Israel retiene los cadáveres de al menos 726 palestinos, incluyendo 67 niños, provenientes de Cirsjordania.
Como bien lo sabemos en un país con más de 100.000 desaparecidos, la desaparición forzada es una forma de castigo colectivo que somete a una comunidad al calvario de la pérdida sin la posibilidad de un duelo. Tan solo en los últimos dos años, Israel ha retenido el cuerpo de 1.500 palestinos asesinados en Gaza, de los cuales 195 fueron entregados, mutilados y con claras señales de tortura, como parte de las negociaciones más recientes para un cese al fuego. De acuerdo con los reportes de los oficiales del Ministerio de Salud en Gaza “(…) muchos cuerpos mostraban señales de estrangulación por ahorcamiento, algunos tenían sogas alrededor del cuello, mientras otros tenían marcas de haber sido arrollados por tanques de guerra. A otros cuerpos les faltaban varios órganos”. Dado que 54 de estos cuerpos fueron entregados sin identificar, cientos de familias –como la de Nadia, como la de nuestras madres de Soacha y de la Comuna 13— tuvieron que enfrentarse a la pesadilla de buscar entre los cadáveres mutilados algún rastro de sus seres queridos.
Retener los cuerpos de miles de palestinos no es un acto gratuito de crueldad, sino una práctica sistemática que busca debilitar los cimientos de la sociedad Palestina en sí misma. En otras palabras, el mensaje de la ocupación sionista es claro: el exterminio no termina con la muerte. Cuando repetimos hasta el cansancio que el sionismo es una ideología política genocida nos referimos precisamente a ese tipo de prácticas cuyo objetivo es la destrucción de toda manifestación social, cultural, religiosa y política de la vida de un pueblo, incluyendo los ritos del duelo. Al prolongar indefinidamente la agonía de las familias de los desaparecidos, el secuestro de los cuerpos cumple una función esencial en el proyecto sionista. Esta es una práctica deliberada que busca generar un estado de zozobra generalizado que le impida a los palestinos contemplar la idea de resistir la ocupación. Mientras el duelo y los ritos sociales asociados a este pueden fortalecer los lazos necesarios para seguir adelante, para construir, para resistir, la desaparición forzada y el secuestro de los cuerpos busca generar un terror que sea absolutamente paralizante.
Las prácticas sionistas de exterminio, como toda práctica colonial, es decir, como toda práctica dirigida al dominio ilegítimo de un territorio previamente habitado, no se limitan a las masacres y los desplazamientos forzados. Al colonialismo le es necesario el uso de una violencia ejemplificante que arranque de raíz todo ímpetu de resistencia. Esto es algo que los sionistas han tenido claro desde sus inicios. Por ejemplo, Ze’ev Jabotinsky, uno de los padres fundadores del sionismo moderno, en su famoso texto La pared de hierro (1923) admite que: “(…) Toda población nativa en el mundo se resiste a los colonos siempre y cuando tengan alguna mínima esperanza de deshacerse del peligro de ser colonizados. Esto es lo que los árabes en Palestina están haciendo y persistirán en hacer en tanto les quede alguna chispa de esperanza de que serán capaces de prevenir la transformación de ‘Palestina’ en la tierra de Israel”.
No hay nada fortuito en la crueldad a la que Nadia y las otras miles de familias palestinas son sometidas al navegar el infierno de tener que buscar a sus desaparecidos. No es la aberración ocasional de un gobierno extremista. Por el contrario, es una medida calculada que busca, mediante el dolor de la incertidumbre, asesinar esa esperanza de transformación a la que se refería Jabotinsky. El cementerio de los números pretende ser así el cementerio de la esperanza.
