Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor de la Universidad del Rosario
@mauricio181212
El Centro Democrático, en una muestra más de desprecio por una política exterior basada en códigos de soberanía, promovió en un trino el viaje de algunos de sus congresistas -a los que llamó tigresas y tigres- a EE. UU. a denunciar la situación de Colombia. Aquello retrata el ensimismamiento de una derecha que paga caro su desprecio por el cosmopolitismo, en nombre de una improvisada teoría anti-derechos denominada “globalismo”. En nombre de ella nuestra derecha va borrando sus valores republicanos.
Colombia volvió al pasado cuando se pensaba y se impuso a la fuerza el prejuicio sobre un dilema entre los derechos humanos y la defensa de la soberanía, uno de los peores legados que dejó el uribismo, enemigo declarado del mandato por el que organismos internacionales monitorean la situación humanitaria en Colombia. El Estado colombiano ha adquirido una serie de compromisos que algunos gobiernos, en especial Uribe y Duque, se han negado a respetar con el argumento de la extralimitación de funciones de dichos organismos o la defensa de la soberanía, una retórica calcada de los peores regímenes autoritarios. Esta vez, no solo el uribismo ha emprendido una ofensiva en contra de los comunicados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y de la delegación del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en Colombia, sino que como se ha vuelto costumbre, parte del establecimiento se ha sumado a una defensa superficial y demagoga de nuestra soberanía.
Se ha dicho que tanto la oficina de Naciones Unidas como la CIDH estarían ejerciendo presión sobre la Corte Suprema de Justicia y que los comunicados en nada guardan relación con sus funciones. Cabe recordar el papel de la Fiscalía General de la Nación en la garantía del goce de los derechos humanos y el daño y la crisis causada por una interinidad insostenible que afecta el funcionamiento de la rama judicial. Los comunicados lejos de ser un espaldarazo al gobierno son un mensaje al Estado colombiano para que se avance en la superación de una crisis costosísima en términos de la capacidad para administrar justicia.
César Gaviria -exsecretario general de la OEA- criticó duramente los comunicados, algo que no es extraño pues cuando se encontraba en esas funciones avaló la segunda reelección de Alberto Fujimori en 2000, a pesar de las evidencias abrumadoras del fraude que decidió omitir e ignoró las denuncias sostenidas a lo largo de esa década por la CIDH. Lamentable que ahora olvide su responsabilidad en la tragedia peruana de la segunda mitad de los 90, y no haya aprendido la lección sobre la necesidad de apoyar y defender los mecanismos regionales de monitoreo, defensa y promoción de los derechos humanos. En la misma línea, Humberto de La Calle le dirigió una carta a Luis Almagro, secretario general de la OEA, recordándole el talante democrático colombiano insistiendo en que el comunicado del secretario -donde se advertía sobre las consecuencias de una interrupción- era una ofensa para el país. Extraño que el exnegociador de paz haya pasado por alto en el recordatorio de la vocación democrática colombiana el autoritarismo rampante entre 2002 y 2010 que llevó a ejecuciones extrajudiciales, perfilamientos, interceptaciones ilegales, cierre de medios e intimidaciones a la oposición. Aquello no ocurrió hace 50 años, las heridas siguen abiertas y sucedió mientras el establecimiento que hoy critica a la ONU y a la CIDH aplaudía o al menos no denunciaba.
También es extraño que estos sectores que habían apoyado las labores de la CIDH en Nicaragua y hasta hace varios años en Venezuela (se retiró del sistema interamericano desde 2013) las fustiguen cuando se trata de Colombia. Es decir, la ley sí, pero para los de ruana, acá se pontifica, mas no se aplica.
A quienes preocupa la soberanía colombiana deben llamar la atención sobre manifestaciones que, de manera abierta hablan internacionalmente de un Estado ilegítimo como lo ha hecho en varios escenarios Andrés Pastrana. En abril del año pasado, le dirigió una carta a Joe Biden asegurando que en Colombia se había legalizado de facto el narcotráfico y que el país “estaba al borde de convertirse en una narcocracia”. Pedir de manera indirecta sanciones como lo hizo el expresidente conservador es un atentado a la soberanía. Y en esa misma línea vale la pena asomarse al viaje de Paloma Valencia, Hernán Cadavid, María Fernanda Cabal, Miguel Uribe y José Jaime Uzcátegui dizque para informar a la CIDH y a EE. UU. sobre lo que pasa en Colombia. No solamente están despilfarrando recursos (aunque hayan pagado el viaje de su bolsillo) sino que dejan entrever que no saben cómo funcionan las relaciones entre Estados. Sin saberlo ofenden el trabajo de la embajada estadounidense, pues insinúan que no informa, lo hace mal o peor aún: que hay complicidad ideológica con Petro. Todo lo anterior desnuda una derecha que apostó todo al nacionalismo ramplón y por distanciarse de sistemas de derechos humanos multilaterales no conoce de canales, lenguaje, ni procedimientos diplomáticos. “¡Qué oso!” como diría esa misma elite que la apoya y se siente anacrónicamente representado en ella.